¡Hola! Soy Alejandra Luna y estoy muy feliz de acompañar su proceso de formación ahora como coordinadora de la Licenciatura en Pedagogía. Esta maravillosa carrera que nos da la oportunidad de transformar el mundo con la fuerza de la curiosidad por aprender a nuestro favor. Fui una niña afortunada, la cuarta de cuatro hijas, el último intento de mi Pa por tener el “hombrecito”… la primera travesura de mi existencia. Eso determinó siempre una considerable diferencia de edad con mis hermanas, no cabía en sus juegos y tampoco en sus pláticas, pero me encantaba sentarme a ver cómo hacían sus tareas. La que me llevaba menos años, cuatro, se compadeció de mí y me enseñó a leer antes de que entrara a la escuela. Mi mamá le compró gises, un pizarrón, sellitos y, ¡claro! mis otras dos hermanas se encantaron con la idea, entonces comenzaron a enseñarme a sumar, restar; se divertían mucho haciéndome juegos de cálculo mental, haciéndome repetir las capitales de los países, entre muchas otras cosas que se les ocurrían.
El gran problema fue la escuela. Me aburría un montón. Cuando un maestro de segundo de primaria nos estaba enseñando a restar y nos dijo que 2 menos 5 “no se podía”, no me contuve más y le dije muy molesta que sí se podía, que era menos tres. Sí, fue un problema la escuela. El profe me agarró tirria, tanta que acabaron cambiándome de colegio, a uno con muy buena reputación de por el rumbo, pero no hubo mayor diferencia. Acabé por regresar a la primera, y ahí, en sexto, la maestra Guille nos abrió una biblioteca, un librero de metal en su salón. Si acabábamos pronto el trabajo, podíamos tomar un libro y, si nos gustaba, nos dejaba llevárnoslo a casa. Fue la maestra que me cambió la vida… la primera, porque puedo dar las gracias de haber tenido varios docentes significativos.
En ese trayecto, me encontré con personas a quienes pude enseñar también a leer y escribir, a sumar y restar, a comprender lo que no entendían en clase, a descubrir las formas en que aprendían mejor. La emoción que me llenaba en esos momentos me siguió llenando ya en mi vida profesional, con adultos, con ejecutivos, con estudiantes de preparatoria, de primaria, chiquitos de preescolar y, sí, hasta ahora, con mis grupos de licenciatura y posgrado.
No hice la licenciatura en pedagogía, no me enteré de que existía. Mi licenciatura la hice en letras, mi otro amor. El discurrir de la conciencia de Virginia Woolf, la acidez sarcástica de Byron, la pasión de Hawthorne y de Tomas Hardy; los dramas de Shakespeare, la sutileza de Emily Dickinson, son parte de mí misma. En la facultad me encontré a otro de mis grandes maestros, Mr. Colin White. Él, pipa en mano, nos miraba con sus ojos profundos, esbozaba una sonrisa y nos decía en su perfecto inglés escocés: “terminar una licenciatura sirve para darse cuenta de todo lo que uno no sabe”. Pensábamos sus estudiantes que era una cosa más filosófica que real, pero sí, era real. Lo ineludible del aprendizaje a lo largo de la vida era lo que nos estaba avizorando.
“Y así, de un amor a otro, regresé a la enseñanza.”
Mi servicio social lo hice en la coordinación de la carrera, en plena reestructuración del plan de estudios. Aprendí a hacer fundamentaciones curriculares, la importancia de elegir la palabra correcta de la taxonomía de Bloom, mis compañeros me nombraron representante estudiantil en el proceso, tenía que darles cuenta periódicamente de cómo iba el nuevo programa, explicarles las razones, escucharlos y regresar con el cuerpo académico a exponer sus inquietudes. No me di cuenta, pero estaba aprendiendo los pininos de la gestión educativa. Poco antes de titularme, ya terminado servicio social, tesis y demás requisitos, estalló la huelga y duró un año. Y así, de un amor a otro, regresé a la enseñanza. En ese momento entré a trabajar en una empresa como docente de inglés, donde con el tiempo también acabé en el área de gestión.
Seguí mi andar por distintas escuelas y niveles educativos. De la mano de mis estudiantes que enfrentaban problemas de aprendizaje o que vivían con necesidades especiales. Conocí innumerables especialistas y todo tipo de diagnósticos: TDAH, TOD, ansiedad, depresión, trastornos endocrinológicos y neurológicos, entre otros. Ellos me empujaron al estudio autodidacta del neurodesarrollo, la didáctica, la pedagogía, la psicología, entre muchas otras. Pero, cuando les daba recomendaciones a sus padres –sobre su aprendizaje, por supuesto, no de salud–, venían de “la miss”, y no las aplicaban sino hasta meses
después que algún especialista, me decían, se los había sugerido.
Fue así como llegué a la Maestría en Investigación y Desarrollo de la Educación (MIDE) de la Ibero y después, una de mis travesuras más recientes, al Doctorado en Educación. En mi estancia aquí, ya por ocho años, me he convencido más de la importancia que tienen en la vida de una persona esas grandes figuras docentes. Mi directora de tesis y mentora también transformó mi existencia. Yo no pretendo ser una roca en la vida de nadie, pero sí uno de los granitos que le
integran. Sé que la educación es una de las vías más significativas para lograrlo, porque no soy pedagoga de formación, pero sí de corazón.